lunes, 14 de noviembre de 2016

ANA FRANK A NUESTROS DÍAS

Tras la invasión de Holanda, los Frank, comerciantes judíos alemanes emigrados a Amsterdam en 1933, se ocultaron de la Gestapo en una buhardilla anexa al edificio donde el padre de Ana tenía sus oficinas. Eran ocho personas y permanecieron recluidas desde junio de 1942 hasta agosto de 1944, fecha en que fueron detenidos y enviados a campos de concentración. En ese lugar y en las más precarias condiciones, Ana, una niña de trece años, escribió su estremecedor Diario: un testimonio único en su género sobre el horror y la barbarie nazi, y sobre los sentimientos y experiencias de la propia Ana y sus acompañantes. Ana murió en el campo de Bergen-Belsen en marzo de 1945. Su Diario nunca morirá. 

NUNCA MORIRÁ GRACIAS A NOSOTROS, SUS LECTORES ¡GRITA POR JUSTICIA, AYUDA A LA MEMORIA Y LEE PARA MANTENER VIVA LA HISTORIA!

Milagros Atanes, de 5to año economía, participó del 8° Concurso Literario Ana Frank a nuestros días. Resultó ganadora de la primera instancia con este cuento, esperamos disfruten de la lectura y se animen a ser los futuros participantes:

Podré no verte… podré no hablarte
Una vez me dijeron, que si podía relatar una historia sin llorar era porque la había superado… evidentemente no fue así, con lágrimas en los ojos y opresión en el pecho les cuento “mi historia”, esa que aún recuerdo como si hubiera sido ayer.
Todo comenzó un 12 de julio de 1937 cuando las agujas del reloj marcaban las 11:00 am. en una fría mañana de invierno, totalmente diferente a las demás.
Mi nombre es Pedro, tenía 6 años cuando todo ocurrió. Como de costumbre, al levantarme, mi madre nos esperaba a mi padre y a mí con el desayuno. Esas eran las pequeñas cosas que a mí me hacían completamente feliz, sin pensar que durarían tan poco… esa felicidad se transformó en tristeza, la libertad fue esclavizada, la vida se convirtió en muerte, todos parecían haber olvidado el significado de las palabras amor, compasión, fe, igualdad y justicia. El miedo dominaba todo y tan solo la raza fue un motivo suficiente para que ancianos, adultos, jóvenes y niños vivieran el infierno que pasé, algunos viviéndolo aún peor.
Al contarles lo que ocurrió no puedo evitar angustiarme, ni tampoco dejar de revivir cada uno de los momentos por los que pasé. Respiro hondo para que el aire entre en mis pulmones y me de la fuerza suficiente para compartirles este tramo oscuro de mi vida.
Una vez estábamos sentados a la mesa cuando alguien tocó a la puerta. Era un señor robusto, rubio, de ojos azules, con un rostro que solo expresaba frialdad. Vestía un traje de militar como el de las películas que veíamos con mi abuelo, le susurró algo a mi papá al oído. En ese momento, se lo comunicó a mi madre de la misma forma que había hecho el señor con él. Mamá sin explicación alguna me hizo guardar algo de ropa en mi mochila y con una gran sonrisa me dijo:
-Vamos a llevarte a un lugar en el campo. ¡Será divertido!
A diferencia de todos los viajes, esa vez no tomamos el autobús como de costumbre, sino que  viajamos en un tren. Estaba lleno de gente. En ese momento no entendía lo que ocurría, pero con ver a mi madre sollozar y a mi padre estar muy nervioso y al observar al resto de los pasajeros con lágrimas en los ojos y sus rostros desencajados, supe que no era un viaje común y que algo estaba ocurriendo. El miedo invadía cada pensamiento que pasaba por mi cabeza, y prefería no pensar.
Me dormí llorando, deseando que fuera un sueño… al abrir mis ojos ya no tenía noción del tiempo, ni del espacio. Seguramente el tren fue de pueblo en pueblo, atravesando hermosos paisajes, extrañamente ajenos al terror. ¿Cuántos días estuvimos en ese tren? ¿Cuántas horas estuvimos soportando aquel hacinamiento? El tiempo era sinónimo de eternidad, ya nada parecía tener sentido.
Un chirrido ensordecedor, avisaba que el tren había finalizado su recorrido. Me froté los ojos, el día estaba tan gris, como se sentía en mi interior. La gente bajaba a los empujones, buscando escapar de la realidad, esa misma realidad que los condenaba a ser esclavos de su propia libertad.
 Mi mamá me agarró de la mano y me susurró:
-Llegamos hijo, no te sueltes de mi mano en ningún momento. Hay mucha gente y no quiero que te pierdas.
Comenzamos a bajar. Estaba lleno de hombres con ropa militar, como el que había visto esa mañana. Nos daban órdenes y una de ellas fue separarnos a papá y a mí de mamá. No lo entendía, ni mucho menos quería cumplirla, pero apenas me mostré insatisfecho,  papá me dijo que todo era debido a  que realizaríamos diferentes trabajos que las mujeres porque éramos hombres fuertes a diferencia de mamá, y que nos pagarían una gran suma de dinero y así podría ir al colegio como los demás niños, algo que despertó mis ganas de cooperar. Dijo que la veríamos cuando terminásemos de trabajar, y que ella estaría haciendo otras tareas. No quería soltar su mano, pero debí hacerlo, tan solo fue una ilusión la que me ayudó a hacerlo, aquella que con el tiempo se fue desvaneciendo…
Miraba a mi alrededor y no parecía estar en un campo,  era como una ciudad cercada con alambres de espino, aunque mi padre al plantearle esto, me explicó que era un campo de trabajo y que estaba cercado para que los ladrones no puedan arrebatarnos todo lo que íbamos a lograr trabajando a medida que pasara el tiempo.
Hoy, rescato la fuerza de mi padre, aquella que aún sin esperanza, se nutría al verme junto a él y lograba ver las cosas de otra manera, como si todo fuera tan solo una realidad que acabaría o que al menos no era tan triste… todavía no he podido preguntarle si en realidad lo creía o quería hacérmelo ver de esa manera para que no sufriera o por qué no, para también él convencerse de que así era.
No fue nada de lo que esperaba, nos hacían trabajar duro, moría de hambre, mi madre no volvía para darme los besos de las buenas noches, no sabía nada de ella desde que nos habían separado. No podía imaginar dónde íbamos a acabar ¿Nos llevarían a un lugar mejor? ¿Un lugar donde hubiese comida? ¿Volvería a ver a mi madre? Miles de preguntas iban y venían a lo largo de los días, el miedo me invadía y la incertidumbre me paralizaba. “Aún tenía a mi padre, y ya volvería a sostener la mano de ella y a sentir el calor que transmitían sus abrazos” Esa era la frase que repetía cada mañana al despertar y fue lo que me permitió estar hoy contándoles esta historia. Mi historia, la historia que es de todos y a la vez de ninguno…
Nos hacían levantar todos los días a las 5 AM, faltándome todos los días los desayunos de mamá, sus besos y todo lo que estar con ella implicaba. Extrañaba ser feliz, y fue así como comprendí lo mucho que tenía antes de llegar a aquel horrible lugar. Tenía una familia, comida y un lugar cómodo para dormir.
Era un infierno, helado y sin amor. Ya no tenía ganas de seguir con vida, aunque lo único que me hacía sentir vivo era la esperanza de ver a mi madre y de estar todos juntos de nuevo y aquella frase que repetía sin cesar.
Fue solo una mañana la que cambió mi vida, y sería otra la que la cambiaría de nuevo. Era 22 de septiembre de 1938,  cuando aquellos extraños personajes, nos reunieron y nos hicieron subir de nuevo a aquel tren donde el tiempo no corría  y la vista se dificultaba ¿A dónde nos llevarían? ¿Volvería a casa? Papá, intuyendo mi pensamiento, o por qué no anhelos, me dijo:
-Hijo, no quiero ilusiones, no volveremos a casa, solo iremos a otro lugar, tal vez mejor, tal vez no. Pero seguiremos juntos y eso es lo que más importa.
Entramos, de nuevo sufriendo infinidad de empujones. Pero eso dejó de importarme, cuando entre la multitud pude ver a mi madre. Corrí hacia ella y la abracé fuertemente. Volví a vivir cuando sentí su calor, ya no estaba triste y esta vez ya no la soltaría. La sensación que experimenté al sentir su piel junto a la mía, puedo afirmar que fue lo que en tanto caos y guerra, me sacó una sonrisa y me liberó de aquella dolorosa realidad.
Una vez dentro, me dijo que tendríamos que separarnos por un tiempo pero que ella volvería por mí, que tenía un plan. Sin explicación alguna, me tiró por una ventanilla del tren, era la única en él. Hoy me pregunto si tan solo fue suerte, o si el destino sí existe. Caí sobre la hierba, junto a un paso a nivel. La gente que estaba esperando a que pasara el tren, vio cómo me arrojaban desde un vagón.
Alguien me recogió y me cuidó. Mi madre arriesgó su vida por mí. La mujer que hoy suelo llamar mamá me dio un hogar, me alimentó, me vistió y me mandó a la escuela. Fue buena conmigo.
Crecí, ya tengo 22 años, y no hay día en el que no extrañe el aroma de mamá, sus abrazos, despertarme con el desayuno listo, la protección que me otorgaba cada vez que me tenía en sus brazos. También extraño a papá. Los busqué, pero no pude saber nada de ellos. Fue un destino caprichoso, porque no sé si vale de algo estar aquí si no los tengo a ellos para que le den sentido a esta esfera redonda que llaman mundo. Desde ese día, dudo que sea de esa forma, porque lo recorrí y no me encontré con ellos al final del camino…
            Sólo me siento en paz cuando contemplo las estrellas, y sé que mis padres están allí, brillando con fuerza, siempre relucientes y llenas de luz como el primer día en que abrí mis ojos y los vi en aquel viejo hospital. Jamás la ausencia causa el olvido para quien amas de verdad. Podré no verlos, podré no hablarles… pero olvidarlos nunca jamás. 

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