ANA FRANK A NUESTROS DÍAS
Tras la invasión de Holanda, los Frank, comerciantes judíos alemanes emigrados a Amsterdam en 1933, se ocultaron de la Gestapo en una buhardilla anexa al edificio donde el padre de Ana tenía sus oficinas. Eran ocho personas y permanecieron recluidas desde junio de 1942 hasta agosto de 1944, fecha en que fueron detenidos y enviados a campos de concentración. En ese lugar y en las más precarias condiciones, Ana, una niña de trece años, escribió su estremecedor Diario: un testimonio único en su género sobre el horror y la barbarie nazi, y sobre los sentimientos y experiencias de la propia Ana y sus acompañantes. Ana murió en el campo de Bergen-Belsen en marzo de 1945. Su Diario nunca morirá.
NUNCA MORIRÁ GRACIAS A NOSOTROS, SUS LECTORES ¡GRITA POR JUSTICIA, AYUDA A LA MEMORIA Y LEE PARA MANTENER VIVA LA HISTORIA!
Milagros Atanes, de 5to año economía, participó del 8° Concurso Literario Ana Frank a nuestros días. Resultó ganadora de la primera instancia con este cuento, esperamos disfruten de la lectura y se animen a ser los futuros participantes:
Podré no verte… podré no hablarte
Una vez me dijeron, que
si podía relatar una historia sin llorar era porque la había superado…
evidentemente no fue así, con lágrimas en los ojos y opresión en el pecho les
cuento “mi historia”, esa que aún recuerdo como si hubiera sido ayer.
Todo comenzó un 12 de
julio de 1937 cuando las agujas del reloj marcaban las 11:00 am. en una fría
mañana de invierno, totalmente diferente a las demás.
Mi nombre es Pedro,
tenía 6 años cuando todo ocurrió. Como de costumbre, al levantarme, mi madre
nos esperaba a mi padre y a mí con el desayuno. Esas eran las pequeñas cosas
que a mí me hacían completamente feliz, sin pensar que durarían tan poco… esa
felicidad se transformó en tristeza, la libertad fue esclavizada, la vida se
convirtió en muerte, todos parecían haber olvidado el significado de las
palabras amor, compasión, fe, igualdad y justicia. El miedo dominaba todo y tan
solo la raza fue un motivo suficiente para que ancianos, adultos, jóvenes y
niños vivieran el infierno que pasé, algunos viviéndolo aún peor.
Al contarles lo que
ocurrió no puedo evitar angustiarme, ni tampoco dejar de revivir cada uno de
los momentos por los que pasé. Respiro hondo para que el aire entre en mis
pulmones y me de la fuerza suficiente para compartirles este tramo oscuro de mi
vida.
Una vez estábamos
sentados a la mesa cuando alguien tocó a la puerta. Era un señor robusto,
rubio, de ojos azules, con un rostro que solo expresaba frialdad. Vestía un
traje de militar como el de las películas que veíamos con mi abuelo, le susurró
algo a mi papá al oído. En ese momento, se lo comunicó a mi madre de la misma
forma que había hecho el señor con él. Mamá sin explicación alguna me hizo guardar algo de ropa en mi mochila y con una
gran sonrisa me dijo:
-Vamos
a llevarte a un lugar en el campo. ¡Será divertido!
A
diferencia de todos los viajes, esa vez no tomamos el autobús como de
costumbre, sino que viajamos en un tren.
Estaba lleno de gente. En ese momento no entendía lo que ocurría, pero con ver
a mi madre sollozar y a mi padre estar muy nervioso y al observar al resto de
los pasajeros con lágrimas en los ojos y sus rostros desencajados, supe que no
era un viaje común y que algo estaba ocurriendo. El miedo invadía cada
pensamiento que pasaba por mi cabeza, y prefería no pensar.
Me
dormí llorando, deseando que fuera un sueño… al abrir mis ojos ya no tenía
noción del tiempo, ni del espacio. Seguramente el tren fue de pueblo en pueblo,
atravesando hermosos paisajes, extrañamente ajenos al terror. ¿Cuántos días
estuvimos en ese tren? ¿Cuántas horas estuvimos soportando aquel hacinamiento? El
tiempo era sinónimo de eternidad, ya nada parecía tener sentido.
Un
chirrido ensordecedor, avisaba que el tren había finalizado su recorrido. Me
froté los ojos, el día estaba tan gris, como se sentía en mi interior. La gente
bajaba a los empujones, buscando escapar de la realidad, esa misma realidad que
los condenaba a ser esclavos de su propia libertad.
Mi mamá me agarró de la mano y me susurró:
-Llegamos
hijo, no te sueltes de mi mano en ningún momento. Hay mucha gente y no quiero
que te pierdas.
Comenzamos
a bajar. Estaba lleno de hombres con ropa militar, como el que había visto esa
mañana. Nos daban órdenes y una de ellas fue separarnos a papá y a mí de mamá. No
lo entendía, ni mucho menos quería cumplirla, pero apenas me mostré
insatisfecho, papá me dijo que todo era
debido a que realizaríamos diferentes
trabajos que las mujeres porque éramos hombres fuertes a diferencia de mamá, y
que nos pagarían una gran suma de dinero y así podría ir al colegio como los
demás niños, algo que despertó mis ganas de cooperar. Dijo que la veríamos
cuando terminásemos de trabajar, y que ella estaría haciendo otras tareas. No
quería soltar su mano, pero debí hacerlo, tan solo fue una ilusión la que me
ayudó a hacerlo, aquella que con el tiempo se fue desvaneciendo…
Miraba
a mi alrededor y no parecía estar en un campo, era como una ciudad cercada con alambres de
espino, aunque mi padre al plantearle esto, me explicó que era un campo de
trabajo y que estaba cercado para que los ladrones no puedan arrebatarnos todo
lo que íbamos a lograr trabajando a medida que pasara el tiempo.
Hoy,
rescato la fuerza de mi padre, aquella que aún sin esperanza, se nutría al
verme junto a él y lograba ver las cosas de otra manera, como si todo fuera tan
solo una realidad que acabaría o que al menos no era tan triste… todavía no he
podido preguntarle si en realidad lo creía o quería hacérmelo ver de esa manera
para que no sufriera o por qué no, para también él convencerse de que así era.
No fue
nada de lo que esperaba, nos hacían trabajar duro, moría de hambre, mi madre no
volvía para darme los besos de las buenas noches, no sabía nada de ella desde
que nos habían separado. No podía imaginar dónde íbamos a acabar ¿Nos llevarían
a un lugar mejor? ¿Un lugar donde hubiese comida? ¿Volvería a ver a mi madre?
Miles de preguntas iban y venían a lo largo de los días, el miedo me invadía y
la incertidumbre me paralizaba. “Aún tenía a mi padre, y ya volvería a sostener
la mano de ella y a sentir el calor que transmitían sus abrazos” Esa era la
frase que repetía cada mañana al despertar y fue lo que me permitió estar hoy
contándoles esta historia. Mi historia, la historia que es de todos y a la vez
de ninguno…
Nos
hacían levantar todos los días a las 5 AM, faltándome todos los días los
desayunos de mamá, sus besos y todo lo que estar con ella implicaba. Extrañaba
ser feliz, y fue así como comprendí lo mucho que tenía antes de llegar a aquel
horrible lugar. Tenía una familia, comida y un lugar cómodo para dormir.
Era un
infierno, helado y sin amor. Ya no tenía ganas de seguir con vida, aunque lo
único que me hacía sentir vivo era la esperanza de ver a mi madre y de estar
todos juntos de nuevo y aquella frase que repetía sin cesar.
Fue
solo una mañana la que cambió mi vida, y sería otra la que la cambiaría de
nuevo. Era 22 de septiembre de 1938,
cuando aquellos extraños personajes, nos reunieron y nos hicieron subir
de nuevo a aquel tren donde el tiempo no corría
y la vista se dificultaba ¿A dónde nos llevarían? ¿Volvería a casa? Papá,
intuyendo mi pensamiento, o por qué no anhelos, me dijo:
-Hijo,
no quiero ilusiones, no volveremos a casa, solo iremos a otro lugar, tal vez
mejor, tal vez no. Pero seguiremos juntos y eso es lo que más importa.
Entramos,
de nuevo sufriendo infinidad de empujones. Pero eso dejó de importarme, cuando
entre la multitud pude ver a mi madre. Corrí hacia ella y la abracé
fuertemente. Volví a vivir cuando sentí su calor, ya no estaba triste y esta
vez ya no la soltaría. La sensación que experimenté al sentir su piel junto a
la mía, puedo afirmar que fue lo que en tanto caos y guerra, me sacó una
sonrisa y me liberó de aquella dolorosa realidad.
Una vez
dentro, me dijo que tendríamos que separarnos por un tiempo pero que ella volvería
por mí, que tenía un plan. Sin explicación alguna, me tiró por una ventanilla
del tren, era la única en él. Hoy me pregunto si tan solo fue suerte, o si el
destino sí existe. Caí sobre la hierba, junto a un paso a nivel. La gente que
estaba esperando a que pasara el tren, vio cómo me arrojaban desde un vagón.
Alguien
me recogió y me cuidó. Mi madre arriesgó su vida por mí. La mujer que hoy suelo
llamar mamá me dio un hogar, me alimentó, me vistió y me mandó a la escuela.
Fue buena conmigo.
Crecí,
ya tengo 22 años, y no hay día en el que no extrañe el aroma de mamá, sus
abrazos, despertarme con el desayuno listo, la protección que me otorgaba cada
vez que me tenía en sus brazos. También extraño a papá. Los busqué, pero no
pude saber nada de ellos. Fue un destino caprichoso, porque no sé si vale de
algo estar aquí si no los tengo a ellos para que le den sentido a esta esfera
redonda que llaman mundo. Desde ese día, dudo que sea de esa forma, porque lo
recorrí y no me encontré con ellos al final del camino…
Sólo me siento en paz cuando contemplo las estrellas, y
sé que mis padres están allí, brillando con fuerza, siempre relucientes y
llenas de luz como el primer día en que abrí mis ojos y los vi en aquel viejo
hospital. Jamás la ausencia causa el olvido para quien amas de verdad. Podré no
verlos, podré no hablarles… pero olvidarlos nunca jamás.
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